Sus cabellos rubios, naturales son mi tesoro perdió…
Ese era el comienzo de la canción, pero no fue escrita para
ella, que grave error, cuando hasta la luna si tuviera uso de razón le
dedicaría todas sus noches. Y me dije, algún día yo tendré que escribirle una
canción, en la que hable de su pelo con el brillo dorado y la suavidad que lo
caracteriza, lo había sentido tantas veces entrelazado en mis dedos, no tantas
como las que me hubiera gustado sentirlo haciendo cosquillas en mi vientre.
Tenía la boca muy sucia, a veces se le llenaba de mierda
para abofetear con metáforas a la sociedad cruel en la que vivimos, para poder
dar sentido a esos vertederos de sentimientos y de escrúpulos donde la gente
iba acumulando sus derrotas y sus remordimientos. Tenía la sensibilidad de una
reina, no de una cualquiera, sino de una de esas reinas que venden su corona
para poder alimentar a su pueblo y a su propio corazón. Prostituía sonrisas por
el menor atisbo de felicidad y eso la hacía grande. Yo quise hacerla libre, porque las reinas no
deben vivir enjauladas, el mundo no debe ser privado de tan delicada e
irreverente belleza.
La única manera que tuve de hacerla libre fue tomar su
cuerpo como lienzo y hacerla volar con mis manos de poeta como si su piel fuera
un verso en el que escribiera el amor, que también admiraba su corona, un verso
en el que mi pluma dibujara paisajes insólitos rebosantes de hermosura del
mundo con el que ella soñaba.
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