Después de ese tornado nos despertamos aturdidos, buscando
un pedazo de piedra en el que poder implantar unas gotas de comedia a la tragedia
sucedida, para dar algo de cordura a lo que había ocurrido para que se formara
todo el desastre que nos echaron encima. Abrimos los ojos, cegados por tanta
claridad y nos sacudimos las manos en los bolsillos, esperando encontrar una
señal caída del cielo, pero lo único en lo que pudimos sumergirnos fue en un
oasis de arena ávida de cualquier respuesta. Y el polvo se disponía a nublarlo toda
otra vez, en un puñado de recuerdos nos tropezamos con un montón de cenizas,
que debían haberse acumulado durante tanto tiempo que su cumbre más alta no podía
distinguirse entre las nubes. Eran las cenizas que nosotros mismos habíamos acumulado,
esa carga de culpabilidad que asumes un día y que pesa más que una mochila repleta
de piedras. Y por mucho que intentaras encontrarte a ti mismo entre toda
aquella nube de polvo, solo te vías reflejado en un espejismo en el que
continuamente se dibujaba su nombre.
Y es que soy de las que piensa que cuando dos personas se
tocan con los dedos, pueden sentir mucho más de lo que hace fluir una mirada. Y sé que cuando
introduje mi mano en el desastre lleno de recuerdos que parecía aquella
tormenta pude tocar tus dedos con los míos y tú lo sentiste igual que yo. Pero deje de sentirte tan rápidamente que
ahora estoy perdida sino puedo tocarte.
Porque ahora resulta que el corazón tiene razones, que la
propia razón no entiende. Y yo me lo creo. Resulta que el corazón incluso le
pone banda sonora al anhelo de poder rozar tu piel y reproduce las sensaciones
en un empirismo tan real, que no necesito acariciarte para saber lo que estaría
sintiendo si hubiera podido salvar el enorme remolino de cenizas que nos separaba.
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