martes, 26 de agosto de 2014

Sin filtros

Después de ese tornado nos despertamos aturdidos, buscando un pedazo de piedra en el que poder implantar unas gotas de comedia a la tragedia sucedida, para dar algo de cordura a lo que había ocurrido para que se formara todo el desastre que nos echaron encima. Abrimos los ojos, cegados por tanta claridad y nos sacudimos las manos en los bolsillos, esperando encontrar una señal caída del cielo, pero lo único en lo que pudimos sumergirnos fue en un oasis de arena ávida de cualquier respuesta. Y el polvo se disponía a nublarlo toda otra vez, en un puñado de recuerdos nos tropezamos con un montón de cenizas, que debían haberse acumulado durante tanto tiempo que su cumbre más alta no podía distinguirse entre las nubes. Eran las cenizas que nosotros mismos habíamos acumulado, esa carga de culpabilidad que asumes un día y que pesa más que una mochila repleta de piedras. Y por mucho que intentaras encontrarte a ti mismo entre toda aquella nube de polvo, solo te vías reflejado en un espejismo en el que continuamente se dibujaba su nombre.
Y es que soy de las que piensa que cuando dos personas se tocan con los dedos, pueden sentir mucho más de lo que  hace fluir una mirada. Y sé que cuando introduje mi mano en el desastre lleno de recuerdos que parecía aquella tormenta pude tocar tus dedos con los míos y tú lo sentiste igual que yo.  Pero deje de sentirte tan rápidamente que ahora estoy perdida sino puedo tocarte.

Porque ahora resulta que el corazón tiene razones, que la propia razón no entiende. Y yo me lo creo. Resulta que el corazón incluso le pone banda sonora al anhelo de poder rozar tu piel y reproduce las sensaciones en un empirismo tan real, que no necesito acariciarte para saber lo que estaría sintiendo si hubiera podido salvar el enorme remolino de cenizas que nos separaba.